LAPONIA CAÑÍ
Realizar un largometraje es tremendamente caro, al menos hacerlo bien. España tiene un exceso de producción basado en dos modelos: bajo presupuesto con una promoción y distribución irrisoria, y refritos de comedias europeas facilonas financiadas por televisiones privadas. En este contexto, imaginar que la animación española podía tener cabida era una estupidez. Con la excepción de alguna gloriosa nota discordante como “Chico y Rita”, la sección de los Goya dedicada a la animación se transformaba en un pequeño impás para que el cine nacional agachara la cabeza. La sinopsis de “Klaus”, una nueva versión de los orígenes de Papá Noel, invitaba a sacarse los ojos y colgarlos del árbol de Navidad. Con una premisa tan vista, Sergio Pablos emociona, nos devuelve el 2D y regala un filme con vigencia los 365 días del año. Gordo con barba y de rojo, no es el hilo; es la excusa para enamorar con una Laponia cañí. Licencia para soñar en los Óscar.
“Klaus” se camufla y se engulle en la nieve para disimular que es más castiza que Arturo Fernández. Los americanos se la tragaron doblada y vieron una historia novedosa, ciertamente lo es. Sin embargo, por mucho que Pablos se vaya al fin del mundo, que coja un pueblo helado perdido de la mano de Dios, que sepa venderse como una peliculilla navideña; es imposible no percatarse de ese aroma nacional. Un poblado que escapa de las grandes urbes, con un sistema de correos con un logo muy patrio; unos habitantes, rojos y azules, enfrentados entre sí; una profesora idealista que no tiene alumnos y acaba de pescadera; un niño pijo con ínfulas de Kuzco. El guion podría ser un brindis de Blasco Ibáñez a “Cañas y barro” o a “La barraca” o un epitafio de “Bienvenido Mister Marshall” o “La escopeta nacional”, de Berlanga. Porque da igual que el mercadillo navideño parezca situado en Berlín o Viena. De fondo, en el corazón de cada personaje, resuena Camela y el rechinar de los autos de choque. Es indiferente que un pescador observe cada desgracia de Jesper hundido en la nieve; lo conocemos, existe y no tiene timonel. Vive en nuestras calles y en la España vacía, observa y se ríe de la novedad, comenta la actualidad con sorna erigiéndose como el Deglané del extrarradio. Su trono no es un navío, es una silla roja de plástico, a ser posible con publicidad cervecera, en una terraza soleada.
“Toy Story” es la mejor animación de la historia y “Shrek” rompió moldes mientras salvaba el culo de DreamWorks. El precio a pagar por tales maravillas artísticas ha sido la dictadura de las tres dimensiones. El dibujo y el 2D viven en el exilio de la animación, porque fue un fracaso económico pero “Simbad: La leyenda de los siete mares” se mea en “Kung Fu Panda”. El 2D, obligado a vivir en la serie B y el cine de autor, resurge para emocionar. “Klaus” recuerda que, en detrimento del hiperrealismo, esta técnica permite una gestualidad con la que el 3D no podría soñar. No hay nada más real que una piel de gallina, y el dibujo de unos ojos vidriosos en el careto de un leñador de Durango la provoca. “Cuanto más azúcar, más dulce”, es la traducción de un dicho valenciano. Este gusto por el exceso queda desmentido por el filme. Los largometrajes en general y la animación en particular han instaurado la tiranía de la banda sonora, que ha dejado de ser un transmisor de ideas para transformarse en un taladro de corcheas que no cesa. Unas animaciones con más musicales que Arhur Freed era el antecedente, y el filme español es capaz de no convertirse en una consecución de canciones. La banda sonora acompaña a la escena y no atosiga.
“Klaus” es una lección, un recordatorio de que no hay formato más difícil que la animación, tampoco más caro, pero ningún otro te permite tal brillantez artística. Esa sensación de vivir en un dibujo, de que puedes perderte en los trazos de una sonrisa. El virtuosismo con la cámara ayuda a esa capacidad para introducirte en la pantalla, incluso para quien mira el largometraje en un ordenador. Esa capacidad para transgredir con los planos, para con un par de picados hacerte sentir la persona más pequeña de un mundo inmenso. “Klaus” es un cuadro en movimiento, un festival visual mediante el control y el autoconocimiento. Un retrato de las pulsiones de España recubierto de nieve.